El Tétrico Poema de una Fobia - Relato
Bienvenidos de nuevo… rincón reabierto tras mudanza y vacaciones
familiares. Hace dos días llegué a mi nuevo hogar en la provincia de Barcelona,
a ver qué me depara el futuro en estos lares. Por ahora, y sin más dilación, os
dejo con uno de mis experimentos literarios, un relato que espero os guste… ‘El Tétrico Poema de una Fobia’.
foto sacada de: www.fobias.es
No sabía si había comenzado por una depresión, por
algún ataque ansioso de aquellos que detenían el resuello, por alguna obsesión
maldita que deseaba poseerla o, quizás, por la intensa soledad que
en ocasiones se apoderaba de su cuerpo.
Podía sentirla desde hacía mucho tiempo. La veía a ratos, observándola en su cabeza.
Oprimía su pecho y cortaba su aliento.
La sola intuición de su enemiga la desmadejaba y
deshilachaba su razón.
El
terror.
El
pánico.
Anna
había desistido de la ayuda de psiquiatras malnacidos, de amigos inquietos y
de la estúpida voluntad que, a instantes, le decía que debía saber convivir con Ella.
No sabía cómo habitar el mismo espacio con aquella tétrica compañera de
piso. Tarde o temprano sacaría sus garras, psicópata, y la desalmaría sin
pestañear.
Estaba
segura de que era una asesina, caótica y difusa. Y que sus artimañas no se
agotarían hasta dar con la forma de acabar con su vida.
Anna
se quebraba entre escalofríos cada tarde a la misma hora, la que los fotógrafos
llaman la hora dorada.
Y no
le había quedado otra solución.
Había redecorado su piso a conciencia, dejando
atrás pocos objetos cuyo color no fuera el más puro blanco. Los ojos dolían a la
luz del mediodía, pero cada lágrima se le antojaba una nueva
victoria.
Todo
porque Ella seguía allí, en alguna
parte, esperando, y por ahora Anna ganaba la batalla.
Por
ahora, pero poco le quedaba.
Y, en
el fondo, Anna lo sabía, sabía que era cuestión de tiempo que la alcanzara.
Y ahí
estaba la luz dorada.
Y ahí
llegaba su escalofrío.
La
respiración volvía a agitarse mientras sus dedos buscaban a tientas, en la nube borrosa de su mirada, el interruptor que accionaba varias de las bombillas de bajo consumo que
rodeaban la estancia, de las que había comprado cajas.
Todo era su
culpa, porque sabía que se arrastraba y colaba por las rendijas más ocultas de
la casa.
¡Maldita, maldita! ¡Tirana que la buscaba cuando se agotaba el día!
Entre rezos atascados, finalmente, se quedó dormida,
dejando a la alerta una oreja y un ojo abierto, por si acaso, no estaba de más ser precavida.
Pero el blanco sofá en el blanco suelo, entre las mantas
níveas de lana, dejó de ser tan inmaculado cuando volvió a abrir los ojos.
Una súbita desesperación la dejó rígida mientras
pensaba, vomitando neuronas descontroladas. No era que hubieran perdido su
brillante color ni la estancia ni el asiento, el blanco seguía allí tras el toque de queda que la luz había impuesto.
Anna no veía nada.
Su inmaterial compañera había apagado la luz.
Lo había hecho por fin...
Sentía ya la voz de La Parca, segadora de las
almas, oliendo el aire viciado a muerte… la suya propia…
¿De verdad era tarde? – pensó probando con la esperanza.
Pero la esperanza era una cruel apasionada de Poe, y le graznaba con sorna <<nunca más… nunca más>> tras un cuervo que en la lobreguez no podía
ver la hora.
Debía llegar hasta el cuadro eléctrico y no
estaba tan lejos, solo unos metros hasta la puerta del sótano, y otros pocos en
descenso por la escalera invisible hacia la meta.
¿Le dejaría llegar a su objetivo?
El maldito cuervo no callaba en su cabeza, martilleando ideas sin sentido.
Y Anna se levantó y se dirigió a la entrada que
intuía a quinientos centímetros interminables. Y la distancia pareció
multiplicarse al escuchar un sibilino susurro tras de sí.
Se reía de ella sin reírse y le decía que no llegaría
a tiempo.
Y, a dos metros de la puerta, el ardor de estómago se
hizo patente, la hiperventilación conversaba sin trabas con el aire, el pecho
agitado se revolvía buscando el refugio antibombas que nunca había construido,
y una brizna de aliento tóxico conquistó su cuello y lo violó, haciéndole gritar
enloquecida.
Anna se llevó las manos a la boca y se apresuró en
alcanzar la cerradura, girándola sin darle aviso y abriéndola sin recato. Se
coló por el pasillo estrecho que bajaba al trastero subterráneo, y pasos
descarados la siguieron con acierto.
Y Anna sintió que Ella tiraba de su blusa, presionando el busto a conciencia.
Y, sin soltarse, siguió bajando, casi tropezando con
los peldaños.
Y lloró callada soltando los que sabía eran sus
últimos…
¿Sus últimos qué?... Vamos Anna, te queda poco para llegar…
Eso era, ahí estaba… el cuadro eléctrico.
Logró rozar con unas yemas erizadas el cristal que lo recubría. Entonces, las
notó en su carne, atravesándola. Unas garras que desde hacía tiempo tanto temía.
Unas uñas inquebrantables que se hundían en su brazo izquierdo.
La mano derecha de Anna se apoyó en el borde del
cristal, abriéndolo con su peso… con el peso de ambas.
Un corazón ya
parado rompía el vidrio tras aferrarse a él mientras caía su cuerpo.
Y alguien preguntó más tarde ¿qué había matado a esa mujer?, con el rostro desencajado por el
pánico más absoluto, un cristal agrietado cerca de su cadáver, y una
mano rozando su brazo izquierdo con los
dedos retorcidos, las uñas carcomidas y el brazo amoratado…
Un cuervo graznó de fondo, y sus graznidos casi parecían palabras que pronunciaran una respuesta.
La mató lo que mata a tantos seres humanos, el
miedo triste e irracional que les atormenta en algún punto de su vida.
Anna temía a las sombras y se convirtió en una de ellas…
Aunque esta era, sin duda, de las pocas ocasiones en
que tan literalmente, poético drama, La Oscuridad tomaba un
corazón…
FIN
DATOS
DE INTERÉS: Este relato refleja algunos de
los síntomas más característicos de un ataque al corazón – en este caso, tras
el terror padecido ante la fobia a la oscuridad o nictofobia –, y es que el
miedo (racional o no) puede llevarnos
ante experiencias terribles.
Os dejo con la
explicación de la nictofobia de la Wikipedia AQUÍ, como dato anecdótico. Si bien es cierto que normalmente
es un trastorno infantil, se dan casos aislados en la población adulta,
comórbido a otros trastornos o a raíz de haber pasado por ello en la vida de
infante.
Corina Morera
‘La Puerta
Perdida’.
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