'Entre causalidades de un amanecer cualquiera'.- Relato breve
Entre
causalidades de un amanecer cualquiera.
Fue
por las causalidades de la vida, ya que la casualidad no existe, que
Aurora se encontraba allí con la boca abierta y los ojos de viaje,
tumbada sobra una cama de hierba fresca.
Había
pasado, como todos, por su época en el rebaño como una amable y
sonriente oveja. Más tarde, fue la descarriada y vestía, insensata,
de gruesa lana oscura. Estaba determinada a no dejar que la
esquilasen.
Sin
embargo, más allá del acné y recién estrenado su nuevo cuerpo de
mujer, Aurora decidió que la adolescencia solo era un mal cóctel de
hormonas e ilusiones, y enterró su hacha en pos de una nueva y
próspera vida en la granja. Solo a veces, a solas, sentía una
amarga resaca. El delirio de querer ser ella, sin ambages, de
recuperar los granos y los sueños que quedaron en el baúl de la
memoria. Entonces, civilizadamente, pintaba de rosa sus labios,
recorría sus párpados con intensa tinta negra y, una vez retocadas
las pestañas como abanicos de flamenca, se encaminaba a triunfar en
su rutina gris cemento, contando cajas y albaranes, muchas facturas,
pocas nóminas y ataques de estrés que acudían sin cita previa.
No
era de extrañar que no supiera el día en que se encontraba, perdida
en el tiempo como un bucle infinito. Su plan de mujer adulta no se
desarrollaba como esperaba, claro. Su máster acabó donde su
carrera, en un bar de hamburguesas rancias y en un pequeño estudio
que pronto se caería a pedazos. Su vientre seco atraía solo a las
moscas, a las que espantaba resignada con la mano. En ocasiones,
reflejada en el espejo, juraría haber visto una triste etiqueta
amarilla en su frente, un incomprensible popurrí de números y una
fecha ya pasada.
Y,
aquel día, puede que un martes, puede que un jueves, a la altura del
cruce de siempre, su paseo se vio truncado por una maldita caja
destripada, de aquellas con las que trabajaba casi cada día de su
vida. Burbujas de plástico y corcho se desparramaban indecentes en
el arcén y, sin saber por qué, detuvo su cuerpo en el acto.
Parada
en medio de la carretera, una lágrima de juventud, furtiva, se
precipitó más allá de su mirada borrosa, y decenas más se
envalentonaron en una carrera frenética en contra de sus principios
más civilizados. Sin darle tiempo al shock, el estruendo del
claxon de un descapotable rosa fucsia estalló en la cabeza de
Aurora, quien se giró de inmediato hacia el rostro de la conductora,
uno de esos seres privilegiados que tenían los recursos necesarios
para, directamente, comprar algunos de sus sueños. Una princesa más
de las que seguro destripaban miles de aquellos paquetes...
Sin
haber tecleado ningún comando en su computadora mental, y manejada
por un descontrolado subconsciente, sintió arder sus mejillas y
escuchó a su propia garganta en un grito gutural lanzado hacia “la
princesa”, la caja, las burbujas de plástico, el corcho y hacia
cada oveja de la granja, y echó a correr como alma que lleva el
diablo.
Corrió
tanto que alcanzó al crepúsculo. Sus pies, hartos de la urbe, se
refugiaron en la tierra de un parque amplio en la falda de una
montaña, y caminó menos agitada pasado el pánico, pero todavía
entre mundos.
Aún mecida por el andar subconsciente, cruzó una noche de estrellas
apagadas sin norte ni razón hasta que dejó de hacerlo, y cayó
derrotada de cansancio en un prado que no sabría cómo buscar en el
mapa.
Poco
antes de la canción del gallo, despertó bebiendo de las lágrimas
del amanecer, que se mecían con gracia sobre las largas curvas de la
hierba crecida, y cantaba, sin darse cuenta, su propio “rosario de
la Aurora” sin pueblo alguno que la acompañara. Así volvió su
conciencia.
Se
percató entonces, en aquel momento estrambótico, de que su abrigo
nocturno había sido una enorme rebeca de lana azabache. Y pensó en el
hacha enterrada y en que, quizás, por qué no, quería ser la oveja
negra.
Así
que, con sus rizos espesos llenos de ramas, la piel bien maquillada
de barro y la sonrisa de oreja a oreja, regresó horas después a su
callado vecindario lanzando carcajadas a diestro y siniestro, para
nada civilizadas.
Una vez más, amanecía dispuesta, ahora más
experimentada y sin rastro de acné en la cara, a agitar la granja
con su propia bandera.
Corina Morera.
'La Puerta Perdida'.
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